La historia de Vicenta es una historia de inconformismo, de lucha, de superación, es una historia también de feminismo, claro.
Nació en el cincuenta, cuando el país se empezaba a levantar de los peores años de su historia reciente. Su familia salía adelante gracias al pequeño negocio en el que su padre vendía hortalizas en las antiguas Lonjas Municipales. Vicenta era la mayor de cuatro hermanos y pronto, sin haber siquiera consumido su infancia, tuvo que salir del colegio y ponerse al frente de los números de la empresa.
“A mi padre no se le daban bien las cuentas y con diez años me puso a cobrar, al cuidado del cajón, que es muy goloso.”
Al cumplir los catorce, Vicenta se vio sola frente al mundo. Su padre, destrozado por la leucemia que estaba matando a su hijo, la dejó al cargo del negocio. Tenían un solo empleado y tuvo que encargarse de todo, del cajón, pero también de preparar el género, de pesar, de ordenar, de vender. Fueron ocho meses terribles en los que ella aprendió a ser gerente, sintió la responsabilidad sobre sus hombros y, mucho más que eso, fue consciente de que la vida iba en serio; supo que de la muerte no se regresa nunca.
“Mi padre tenía que llevar a mi hermano a Madrid, estábamos destrozados, sobre todo él, vivió ocho meses sabiendo que se moría”
Pasó el tiempo y llegó la democracia, la prosperidad que a Vicenta no le regaló nadie. Con la desaparición de las Lonjas y el cambio a Mercacórdoba, su padre les cedió el negocio. A su hermana y a ella, a su cuñado y a su marido, a los que no para nunca de agradecer todo su esfuerzo durante tantos años. Vicenta era la responsable de tomar las decisiones. La gerente. O la gerenta, como diríamos ahora.
Los comienzos no fueron fáciles, todo crecía demasiado rápido y había que saber encajar los nuevos tiempos, salir a por el género, arreglarlo, prepararlo, vender. Las cuentas quedaban para noche, cuando los niños dormían. Vicenta veía crecer a sus hijos y a su empresa. Ahora que los hijos llevan ya casi veinte años dentro, Frutas Roque sigue conservando el espíritu familiar de los años sesenta, pero también es una empresa con otra dimensión: catorce empleados, más de cien variedades comercializadas, reparto a domicilio y, al frente de todo eso, aquella niña de diez años a la que su padre puso un día al frente del cajón.
“Yo creo que como empresaria no he fallado. Si en algo he fallado puede ser en que podría haberle dedicado más tiempo a mis hijos cuando eran pequeños”
Fue mujer en un mundo de hombres, sintió la tirantez en los inicios, el rechazo a la situación incómoda que suponía su sexo en un universo en el que agricultores, mayoristas, minoristas eran hombres casi en su totalidad. Pero eso nunca le supuso un obstáculo, pronto supo granjearse el cariño de todos. Cuando se habla de feminismo el gesto de Vicenta es elocuente.
“Yo no puedo entender que haya mujeres que tengan menos derechos que los hombres. ¿Por qué no van a tener el mismo sueldo si trabajan lo mismo? Hay que luchar por eso, por ser iguales.”
Vicenta es feliz con su trabajo, se le nota en su sonrisa cuando habla de él, tiene 69 años y mientras pueda y esté “medianamente bien” quiere seguir. Pero es ley de vida, alguna vez tendrá que marcharse aunque ella insista en que no dejará de venir “para dar una vueltecita”. Lo que nunca se irá es su ejemplo, su historia de inconformismo, de lucha y de superación, que también, claro, es de feminismo.
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